No se permiten capitalistas en la Luna
En sus mejores momentos, el pensamiento futurista representa un florecimiento de la imaginación humana. Envalentonados por la invención de nuevas tecnologías, los artistas de principios del siglo XX imaginaron un mundo libre del trabajo cotidiano, en el que el trabajo de las máquinas permitiría a la gente común tener una vida más plena y feliz, sin la pobreza y el tedio asociados a la industrialización. Esta visión puede haber reflejado una especie de tecno-utopismo naif, pero también fue una expresión genuina del pensamiento progresista en un mundo de creciente militancia obrera y democrática.
Hoy en día, lo que pasa por optimismo futurista es
más bien un signo de parálisis civilizacional y estancamiento económico: la
carrera espacial multimillonaria, cada vez más absurda, nos ofrece una visión
utópica falsa en forma de vuelos privados que destruyen el clima y de
fanfiction distópica sobre colonias marcianas. A diferencia de anteriores
iteraciones del futurismo, la versión actual plutócrata sustituye el sueño de
la trascendencia de las desigualdades terrestres por su extensión al sistema
solar, imaginando un siglo de exploración espacial llevada a cabo por un
pequeño puñado de las personas más ricas del mundo. Esto tiene sentido en la
medida en que refleja tanto la lógica imperante de una economía global
decadente y sobrecargada como un orden político incapaz de dar cabida a
alternativas reales al statu quo. Cuando un sistema parece agotado pero
reformarlo también parece imposible, la única opción que queda es ampliarlo
hacia el más allá y esperar que dé un mejor resultado.
Algo así es al menos la premisa implícita de un
nuevo informe del neoliberal Instituto Adam Smith titulado «Space Invaders: Los
derechos de propiedad en la Luna», que presenta un argumento lockeano a favor
de la propiedad de la tierra fuera del planeta.
Hay que reconocer que la investigadora responsable
Rebecca Lowe plantea una argumento bastante riguroso y filosóficamente
coherente, al menos en los términos del propio pensamiento liberal clásico.
Observando que los marcos anteriores, más universalistas, para la exploración
del espacio parecen menos viables hoy que en los años 50 o 60, Lowe procede a
considerar un enfoque que no tiene una base nacional o global y que, en cambio,
considera al espacio como el lugar donde los individuos van a «alcanzar
derechos de propiedad moralmente justificados».
Por cierto, tiene razón en una cosa: cualquier
visión que se parezca a la idea igualitaria del espacio representada en el
imaginario popular por algo como Star Trek parece muy distante de nuestro mundo
de competencia transnacional y de Estados nacionales sin poder. También tiene
razón al reconocer que la codificación de las normas y regulaciones que rodean
la colonización interestelar son necesariamente complejas y también que los
debates sobre ellas reflejarán inevitablemente disputas no resueltas sobre el
diseño de las sociedades humanas existentes.
Al más puro estilo libertario, el argumento de los
derechos de propiedad se afirma como axiomático y se presenta como
fundamentalmente igualitario en espíritu. «Los derechos de propiedad morales»,
escribe Lowe, «son derechos que simplemente reflejan verdades sobre la
moralidad y que no dependen del derecho positivo». Mientras que las naciones
democráticas, argumenta, pueden estar en posición de «repartir equitativamente
entre sus ciudadanos las oportunidades de la apropiación nacional del espacio»,
la existencia de sociedades autoritarias significa que algunos no podrán
cosechar la recompensa fuera del mundo:
En este tipo de enfoques [nacionales], por ejemplo,
si el país democrático A pudiera apropiarse de una cierta cantidad de terreno
espacial, entonces partes divisibles de esta cantidad podrían, por ejemplo, ser
repartidas entre los ciudadanos competidores, en condiciones justas. Pero no se
podría esperar lo mismo de los regímenes autoritarios. Existe un argumento
igualitario, por tanto, según el cual la opresión arbitraria de oportunidades a
la que ya se enfrentan algunos individuos por el simple hecho de nacer o
habitar en determinados países no debería afianzarse aún más con un enfoque
centrado en la nación para la administración de las oportunidades espaciales.
Desde el punto de vista ético, no es un mal
argumento. Tener compromisos igualitarios básicos, después de todo, implica no
querer que la gente esté en desventaja por las circunstancias de su nacimiento
o sujeta a lo que Lowe llama «la opresión arbitraria», de oportunidad o de otro
tipo. La ironía es que las sociedades de mercado tienen esa opresión incorporada
por diseño, y que los apologistas modernos de la desigualdad invocan
regularmente los derechos de propiedad como la justificación preeminente para
no eliminarla. Según esta línea de pensamiento, los mercados que funcionan
correctamente ofrecen a todos y todas las mismas oportunidades de poseer y
competir.
El problema, por supuesto, es que no hacen nada de
eso. Las sociedades de mercado son, por definición, también sociedades de
clases en las que un grupo comparativamente pequeño es propietario y un grupo
mucho mayor debe ganarse la subsistencia mediante el trabajo asalariado. Este
último grupo produce, mientras que el primero extrae rentas y se queda con la
plusvalía. En lugar de medidas radicales como la abolición completa de la
riqueza heredada de una generación a otra, la «igualdad de oportunidades» es un
espejismo total y los mercados inevitablemente producen relaciones sociales
definidas por una dominación estructural.
Obviamente, esto tiene profundas implicaciones por
sí mismo. Pero también es relevante si consideramos marcos hipotéticos para el
uso futuro del espacio. Lo que actualmente se llama «exploración espacial
privada», después con todo, es en la práctica el dominio de unos pocos
multimillonarios, y no hay ninguna razón particular para pensar que eso
cambiaría con la extensión de los derechos de propiedad a la Luna.
Dejando a un lado la cuestión de si la colonización
lunar será alguna vez viable o comercialmente rentable, las asimetrías
inherentes al capitalismo global significan que cualquier versión realista del
mismo simplemente proyectará la desigualdad estructural hacia los cielos: unos
pocos entre los que ya son ricos poseerán y se beneficiarán, mientras que otros
trabajarán e intentarán subsistir (una pista a respecto la ofreció nada menos
que Elon Musk cuando le preguntaron por los altos costes del transporte a
Marte. ¿Su respuesta? Que aquellos que no pudieran pagar el precio del viaje
podrían pedir préstamos y pagarlos trabajando en talleres marcianos). La
igualdad de oportunidades en un sistema de derechos de propiedad lunar es,
pues, tan mítica como su equivalente terrestre.
Por muy rigurosa y sistemática que sea, la propuesta
de Lowe adolece de un problema más amplio que influye en gran parte de lo que
pasa por pensamiento futurista hoy en día: a saber, que sigue atado a la lógica
del mismo statu quo que promete trascender. Aunque prácticamente todas las
épocas se esfuerzan por ver más allá de sus propios horizontes, lo que el
difunto Mark Fisher denominó realismo capitalista podría hacer que la nuestra
sea única en este sentido. Desde la exploración espacial dirigida por
multimillonarios hasta la criptomoneda y el llamado Metaverse, las diversas
tecnologías y esquemas que actualmente reclaman el manto futurista están tan
inexorablemente limitados por su lealtad al capital que, en última instancia,
carecen de potencial emancipador.
La plutocracia ya es bastante mala en la Tierra. Si
la humanidad llega a expandirse hacia los cielos, esperemos que sea en un
futuro que haya dejado muy atrás a los multimillonarios y a las jerarquías de
clase.
https://jacobinlat.com/2022/02/20/no-se-permiten-capitalistas-en-la-luna/
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