¡ASNOS ESTÚPIDOS!
Este breve cuento de Isaac Asimov es una amarga crítica al mal uso de la ciencia y de la tecnología por parte de la raza humana, ya que empleamos la técnica, en ocasiones, con fines destructivos y no constructivos, de manera poco inteligente, y somos nosotros mismos y nuestro planeta los que pagamos las consecuencias.
“Naron, de la longeva raza rigeliana, era el cuarto
de su estirpe que llevaba los anales galácticos.
Tenía en su poder el gran libro que contenía la
lista de las numerosas razas de todas las galaxias que habían adquirido el don
de la inteligencia, y el libro, mucho menor, en el que figuraban las que habían
llegado a la madurez y poseían méritos para formar parte de la Federación
Galáctica. En el primer libro habían tachado algunos nombres anotados
anteriormente: los de las razas que, por el motivo que fuere, habían fracasado.
La mala fortuna, las deficiencias bioquímicas o biofísicas, la falta de
adaptación social se cobraban su tributo. Sin embargo, en el libro pequeño no
había habido que tachar jamás ninguno de los nombres anotados.
En aquel momento, Naron, enormemente corpulento e
increiblemente anciano, levantaba la vista, notando que se acercaba un
mensajero.
— Naron -saludó el mensajero-. ¡Gran Señor!
— Bueno, bueno, ¿qué hay? Menos ceremonias.
— Otro grupo de organismos ha llegado a la madurez.
— Estupendo. Estupendo. Actualmente ascienden muy
aprisa. Apenas pasa año sin que llegue un grupo nuevo. ¿Quiénes son ésos?
El mensajero dio el número clave de la galaxia y las
coordenadas del mundo en cuestión.
— Ah, sí -dijo Naron-. Lo conozco. -Y con buena
letra cursiva anotó el dato en el primer libro, trasladando luego el nombre del
planeta al segundo. Utilizaba, como de costumbre, el nombre bajo el cual era
conocido el planeta por la fracción más numerosa de sus propios habitantes.
Escribió, pues: La Tierra.
— Estas criaturas nuevas -dijo luego- han
establecido un récord. Ningún otro grupo ha pasado de la inteligencia a la
madurez tan rápidamente. No será una equivocación, espero.
— De ningún modo, señor -respondió el mensajero.
— Han llegado al conocimiento de la energía
termonuclear, ¿no es cierto?
— Sí, señor.
— Bien, ése es el requisito -Naron soltaba una
risita-. Sus naves sondearán pronto el espacio y se pondrán en contacto con la
Federación.
— En realidad, señor -dijo el mensajero con
renuencia-, los Observadores nos comunican que todavía no han penetrado en el
espacio.
Naron se quedó atónito.
— ¿Ni poco ni mucho? ¿No tienen siquiera una
estación espacial?
— Todavía no, señor.
— Pero si poseen la energía termonuclear, ¿dónde
realizan las pruebas y las explosiones?
— En su propio planeta, señor.
Naron se irguió en sus seis metros de estatura y
tronó:
— En su propio planeta?
— Si, señor.
Con gesto pausado, Naron sacó la pluma y tachó con
una raya la última anotación en el libro pequeño. Era un hecho sin precedentes;
pero es que Naron era muy sabio y capaz de ver lo inevitable como nadie en la
galaxia.
— ¡Asnos estúpidos! –murmuró”
-
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