Nuestro futuro: terraformar Marte

 

Como no podía ser de otra forma, el inventor del término fue un autor de ciencia-ficción: el maestro de la space opera Jack Williamson en su obra Collision Orbit. Según el experto en terraformación Martyn Fogg, la terraformación es "un proceso de ingeniería planetaria destinada a mejorar la capacidad de un ambiente planetario extraterrestre para mantener la vida. El objetivo final de la terraformación sería la construcción de una biosfera planetaria que simule la de la Tierra".

La primera propuesta seria de terraformación apareció en una de las revistas científicas más prestigiosas, Science, en 1961. Su autor era un joven científico y joven promesa de la divulgación científica: Carl Sagan. La intención de Sagan era convertir Venus, un planeta estéril y ardiente por culpa de un tremendo efecto invernadero, en una nueva Tierra. Suponía que la composición de las nubes del planeta era en su mayoría vapor de agua, por lo que sería un buen nicho para la vida. Así que propuso sembrar las nubes con algas microbianas, Nostocacae, capaces de procesar el dióxido de carbono en oxígeno gracias a la fotosíntesis reduciendo, de paso, el efecto invernadero. Esta 'ingeniería planetaria microbiológica', como la llamó Sagan, no ha soportado el paso del tiempo y hoy se ha demostrado inviable. Sin embargo, hemos seguido progresando.

Ahora, los ojos de los entudiastas de la exploración espacial están fijos en Marte, por lo que resulta evidente que éste será el primer planeta que terraformaremos. ¿Cómo lo haríamos?

El primer paso sería recrear la atmósfera primitiva de Marte, muy parecida a la de la Tierra primitiva, mediante la instalación de factorías productoras gases invernadero artificiales, como el perfluorometano (CF4). Así, si se libera al mismo ritmo que hicimos con los CFCs en la Tierra antes de su prohibición (un millar toneladas por hora) la temperatura media del planeta aumentaría 10 grados en una pocas décadas. Esta temperatura provocará que grandes cantidades de dióxido de carbono encerradas en el regolito marciano se libere, lo que hará que el planeta se caliente aún más rápido. Estos efectos se podrían aumentar si liberásemos en su superficie bacterias productoras de metano y amoniaco, pues ambos son poderosos gases invernadero. El resultado neto sería la formación de una atmósfera marciana con unas más que aceptables presión y temperatura atmosféricas. Esta sería la parte fácil.

La insolación sobre Marte habrá que aumentarla, como mínimo, en un 30%, para acercarla a la terrestre. Esto sería posible mediante la instalación de espejos en órbita del tipo de las velas solares. Sus componentes básicos los tenemos en nuestras cocinas: el papel de aluminio y ese plástico fino que utilizamos para envolver los alimentos. El aluminio es el material reflectante; el plástico, la estructura resistente sobre la que se monta. Por ejemplo, el mylar aluminizado es un buen material de “baja tecnología” para construir esos inmensos espejos.

A continuación deberán conseguirse unos niveles válidos de nitrógeno y oxígeno en la atmósfera. Para ello, Martyn Fogg propone la volatilización de nitratos y carbonatos mediante dos métodos, a cada cual más catastrófico: por impactos meteoríticos dirigidos o por minería nuclear. Ambas consiguen la volatilización in situ de estos elementos mediante la inyección de calor en profundidad.

El agua puede parecer que es una empresa más sencilla. Con el aumento de la temperatura se fundiría el hielo que se supone existe a unos cuantos metros por debajo de la superficie, en el permafrost. Sin embargo, allí no hay suficiente agua. La única forma de añadir agua a Marte es mediante un intenso bombardeo cometario, algo que sucedió de forma natural en la Tierra cuando era joven. De hecho, se supone que el 30% del agua que hoy existe sobre la Tierra –o casi la tercera parte del agua que bebemos- proviene de aquellos cometas. Esta violenta transformación marciana implicaría, evidentemente, una evacuación de los asentamientos humanos hacia los polos.

Tras 200 años, Marte tendría una temperatura global de 8ºC, una presión total de unos 240 milibares (la presión normal en la Tierra es de 1.013) y con agua corriendo por le 10% de su superficie con una profundidad media de 70 m. La pequeña cantidad de oxígeno liberado en la atmósfera empezaría a formar el ozono suficiente para detener parte de la radiación ultravioleta. En estas condiciones, la siembra de algas y otro tipo de vida microbiana acuática sería factible: su supervivencia estaría asegurada a una profundidad de 10 metros por debajo de la superficie del agua.

El problema más acuciante en este punto de la terraformación es el del nitrógeno en la atmósfera. Los procesos biológicos que liberan nitrógeno tardarían miles de años en llegar a los niveles necesarios para hacer la atmósfera marciana adecuada para el ser humano; un plazo de tiempo totalmente desproporcionado para un proyecto de ingeniería planetaria. Pero relativamente cerca los ingenieros planetarios disponen de una fuente prácticamente inagotable de nitrógeno: Titán, el satélite de Saturno.

Así, 500 años después del comienzo del programa, la humanidad habrá convertido Marte en una nueva Tierra. Por desgracia, el mantenimiento de un Marte habitable es absolutamente necesario. El control de esta biosfera artificial debe ser el objetivo principal de los futuros 'marcianos' y al que dedicarán los mayores esfuerzos: éste es el precio a pagar por duplicar la Tierra en otro lugar.

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