Llegan los cerebros artificiales: Ya trabajan en la simulación de redes neuronales
Llevamos ya unos años dentro del siglo XXI, y cualquiera diría que sabemos bastante del cerebro. Mirando hacia el pasado, no cabe duda. Tratando de escudriñar el futuro, es evidente que aún sabemos poco o nada. ¿Podría ayudar la computación cuántica a impulsar la inteligencia artificial, como se señala en el informe sobre Quantum Computing más IA de Fundación Innovación Bankinter?
Lo cierto es que no tenemos muy claro cómo construir
un cerebro humano, ni siquiera mediante redes neuronales y chips neuromórficos,
la tecnología más prometedora no solo para crear (aún hipotéticas) consciencias
digitales sino para entendernos a nosotros mismos como especie. ¿Seremos alguna
vez capaces de replicar un cerebro biológico en un ámbito digital?
Cuando en 1950 Alan Turing publicó su magistral
paper ‘Computer machinery and intelligence‘, que pretendía responder a la
pregunta de si pueden o no pensar las máquinas, el enfoque que se tomó fue el
de construir sistemas que imitasen el cerebro. O al menos lo que sabíamos sobre
este, que en aquel momento era casi nada.
Sesenta años más tarde, en 2009, un grupo de
investigadores lograba emular con cierto éxito la corteza cerebral de un gato.
Solo la corteza, claro, y para lograr este hito hizo falta usar el Dawn,
ordenador puntero con tecnología Blue Gene, y el bombeo de nada menos que 76
500 metros cúbicos de aire helado por minuto.
Mientras tanto, tu cerebro lee estas líneas gastando
menos de 20 W de energía y manteniendo una temperatura más bien baja. Imitar el
cerebro es difícil, en parte porque no tenemos muy claro cómo hace lo que hace.
La red neuronal artificial es una herramienta que
evita el problema clásico de tener que construir un cerebro funcional. En su
lugar, un conjunto de capas con nodos efectúa tareas de corrección de sus
valores hasta que la red en conjunto aprende a hacer una tarea dada (pero no
otra diferente). Para ello se usan diferentes modelos de aprendizaje, como el
no supervisado.
Durante los últimos años, el trabajo humano se ha
orientado más a mejorar procesos y buscar bases de datos completas con las que
aprender bien (sin sesgos o errores) que en tratar de diseñar mejores cerebros.
Y es que la meta de conseguir máquinas pensantes parece que tendrá más éxito si
nos resignamos a seguir el camino evolucionista: en lugar de intentar programar
cerebros, dejar que los sistemas se autoprogramen hasta que emerja algo
parecido a uno. Pero para eso hace falta un empujón cuántico y un buen
hardware.
Las redes neuronales tienen un enorme cuello de
botella cuando se construyen sobre computación clásica porque esta es secuencial:
los cálculos se realizan uno tras otro, haciendo que el entrenamiento de redes
neuronales complejas se alargue o resulte directamente inasumible por costes,
por no mencionar los costes ambientales.
Por contra, la computación cuántica se está posicionando
como punto de apoyo de las inteligencias artificiales debido a características
como poder realizar cálculos paralelos de forma simultánea o tener una
arquitectura propicia a este tipo de entrenamientos. Frente a subir una cuesta,
es como pedalear con viento a la espalda.
La computación neuromórfica (literalmente,
computación con forma de red neural) consiste en aprovechar lo que sabemos de
los sistemas nerviosos animales para tratar de copiar físicamente su diseño e
imprimir chips o circuitos que se comporten como sinapsis virtuales. La
aproximación es como sigue: si el hardware toma la forma de un cerebro, quizá
logremos un software parecido a una mente.
Aunque aún estemos muy lejos de hablar con personas
simuladas que sean realistas, el uso de estos procesadores neuromórficos ya ha
logrado retos como superar diferentes test de Turing hasta el punto de dejarlos
casi obsoletos, moviendo la línea de meta y los objetivos de los científicos
hacia el futuro.
Entre los hitos de combinar estructuras
neuromórficas con arquitecturas y aprendizaje cuántico están el conseguir
modelos mucho más versátiles que otros —por ejemplo, que puedan trasladar
aprendizaje entre áreas, y que saber lo que es un gato les ayude a entender qué
es un animal cualquiera— y a un coste energético bastante menor que hace 15
años.
Aun así, estamos muy lejos de simular humanos, y ni
siquiera estamos seguros de si es posible. Pero esta duda existencial no hace
sino azuzar a los científicos, que no dejan de construir fórmulas cada vez más
complejas —esta vez en un marco cuántico— para tratar de emular la mente humana
dentro de un ordenador.
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