El misterio cuántico: ¿Existe la Luna cuando no la miramos?

© Alberto Casas González /  Profesor de investigación, Instituto de Física Teórica (IFT - UAM - CSIC)

Hacia el año 1950, Albert Einstein acostumbraba a pasear por los alrededores del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, charlando con su colega y posterior biógrafo Abraham Pais, experto en física de partículas.

En uno de esos paseos, Einstein se detuvo bruscamente y, volviéndose hacia Pais, resumió en una simple pregunta su aversión por la física cuántica: “¿Usted cree realmente que la Luna no está ahí cuando no la mira?”.

Parece una pregunta tonta, pero no lo es. Y lo cierto es que, muchos años después, seguimos sin tener una respuesta definitiva.

El prestigio de Einstein en aquel momento era excepcional, pero debía sentir algo muy parecido a la melancolía. Hacía años que sus teorías no interesaban a la comunidad científica. Einstein era considerado un genio venerable que, sin embargo, había perdido el pulso del avance científico y no aportaba ya nada interesante. Eran nuevos tiempos en los que la teoría que triunfaba en todos los ámbitos era la física cuántica.

Einstein no estaba en contra de la física cuántica entendida como una teoría efectiva, útil para realizar cálculos prácticos. Era consciente de su éxito fabuloso y comprendía perfectamente su formalismo. Es más, había sido la primera persona en tomarla en serio en un artículo de 1905 acerca del efecto fotoeléctrico que le valió el premio Nobel en 1921. Posteriormente realizó otros trabajos sensacionales en los que usó la física cuántica para predecir fenómenos como la emisión estimulada (la base del desarrollo del rayo láser).

Entonces, ¿cuáles eran las objeciones de Einstein a la nueva teoría?

Lo que le repugnaba a Einstein de la física cuántica es que no es una teoría realista, es decir, una teoría en la que las magnitudes físicas tienen valores bien definidos, independientemente de nuestra habilidad para medirlas con mayor o menor precisión. Por ejemplo, en una teoría realista un objeto ordinario, como una pelota, debe tener en todo momento una posición bien definida. Puede que nosotros no conozcamos esa posición con precisión infinita, quizá ni siquiera estamos mirando a la pelota o se nos ha olvidado donde la dejamos por última vez, pero aún así la pelota debe poseer una –y solo una– posición. En la física cuántica, sin embargo, las cosas pueden ser muy diferentes.

Supongamos que una partícula, por ejemplo un electrón, está en la posición A. En física cuántica ese estado se representa así:

                        |A

Si medimos la posición del electrón, encontraremos que está en A. Pero el electrón podría estar en una superposición de dos estados, por ejemplo:

                    |A + |B

En ese caso, al medir su posición, el electrón puede aparecer en A o en B con una probabilidad del 50 %. Este fenómeno se denomina “colapso” en la jerga cuántica.

Es importante entender el significado de esta afirmación. No es que antes de medir el electrón tuviera una posición definida (A o B) y que nosotros la ignoráramos: es que no la tenía.

Einstein rechazaba que la naturaleza pudiera comportarse de esta forma. Consideraba que, realmente, el electrón debía tener una posición concreta. Y quién dice posición, dice cualquier otra magnitud física esencial: velocidad, momento angular, etc. Desde su perspectiva, la física cuántica sería solo una forma astuta de gestionar nuestra ignorancia.

Sin embargo, según los postulados de la física cuántica, la superposición de estados no es un artificio matemático para describir o disimular nuestra ignorancia acerca de la “verdadera” posición de la partícula, sino que representa su estado real. Y en ese estado conviven las dos posibilidades: “electrón en A” y “electrón en B”.

¿Cómo sabemos que esto es así si, al observar el electrón, su estado colapsa? Es decir, si siempre aparece en una y solo una de las dos posiciones.

La clave es que, mientras no es observado, el electrón continúa en una superposición de estados, y esto hace que evolucione de forma diferente a como lo haría si tuviera solo una posición bien definida. Por ejemplo, las dos “ramas cuánticas” (“electrón en A” y “electrón en B”) pueden presentar fenómenos de interferencia que son verificables experimentalmente, como en el famoso experimento de la doble rendija.

 

Y, ¿está o no está la Luna?

Claro que, de momento, hemos hablado de diminutos electrones, y no de la Luna. ¿Permite la física cuántica que objetos macroscópicos, incluso tan grandes como la Luna, estén también en una superposición de estados?

A día de hoy no hay una respuesta segura. La forma ortodoxa de proceder (llamada interpretación de Copenhague) consiste en lo siguiente: los sistemas microscópicos, como un electrón, pueden estar en superposiciones de estados, pero esas superposiciones colapsan en cuanto son “observadas” por un objeto macroscópico.

El observador puede ser una persona, pero también una cámara fotográfica, un detector de partículas o cualquier sistema de un cierto tamaño que interactúe con el sistema microscópico.

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