¿Somos los humanos un virus?
La pandemia de SARS-CoV-2 y las consiguientes medidas globales de confinamiento han dado razón a un predicamento ecologista que, pese haber sido ignorado por la ortodoxia económica y por los gobernantes, ha existido y circulado desde los setenta.
Desde que la crisis del coronavirus se volvió
crisis, las emisiones globales de gases de efecto invernadero han bajado, las
aguas costeras y las playas parecen más limpias, los peces regresaron a los
canales de Venecia y los animales salvajes reaparecieron tímidamente a las
calles vacías de las grandes capitales. Y todo esto gracias a que se redujo la
actividad de la economía global.
Lo más irónico del asunto es que el coronavirus ha
hecho más por el medioambiente que varias décadas de tratados y convenciones
ineficaces.
Si de algo ha servido esta pandemia es que ha
generado cierta consciencia sobre nuestros impactos sobre la naturaleza.
“Nosotros somos el VERDADERO virus” es una afirmación que está de moda y que
circula en las redes sociales y en las sobremesas.
En pleno confinamiento y con la sensación de haber
consumido casi todo el contenido de las plataformas de streaming, decidí
después de muchos años volver a ver la gran película de ciencia ficción
“Matrix”. Una escena en particular me atrapó porque me di cuenta de que no
había entendido, hasta ahora, su profundidad. En ella, el atroz agente Smith,
un programa de computadora cuyo objetivo es garantizar el orden en la
simulación—la Matriz—que mantiene a los humanos sometidos bajo el hechizo de un
sueño virtual, interroga al idealista y libertario Morfeo—alusión directa al
dios griego de los sueños. El caso es que Smith hace un corto pero memorable
monólogo en donde sostiene que los humanos no somos realmente mamíferos, somos
una enfermedad, somos el cáncer del planeta. Tenemos más en común con un
virus—dice Smith—que con cualquier otro mamífero porque tendemos a expandirnos
y a reproducimos hasta acabar con los recursos y hasta destruir todo lo que se
encuentre en nuestro camino. Como los virus, nuestra existencia sólo podría
asegurarse a través de la muerte y destrucción de otros.
El crecimiento exponencial al cual hace referencia
implícita este personaje no es un fenómeno exclusivo de los humanos o de los
virus, sino que es una “programación genética” presente en muchas especies que
llamamos “maximizadoras”: aquellos organismos que tienden a replicarse
rápidamente acaparando los recursos disponibles en el entorno físico y
excluyendo a otras especies.
Pero para mi el problema no es el humano como
individuo, tan insignificante como una hormiga exiliada de su colonia. Ni
siquiera el género humano. El problema de fondo es la civilización, no en su
concepción maniquea e idealizadora de superioridad cultural, tecnológica, moral
(o hasta racial), sino en cuanto su forma de organización
sociopolítico-cultural extra-compleja que no puede vivir sin crecimiento
exponencial, sin expansión del espacio y sin contracción del tiempo, sin el
dominio sobre la naturaleza y sobre los individuos.
Es ahí, en esa precisa forma de complejidad
“civilizada”, en donde nos parecemos más a un virus que a una manada de leones
porque, aunque los leones son depredadores feroces, sí que son capaces de
desarrollar un equilibro con su entorno. Los virus no. La civilización tampoco.
Otro elemento fundamental que nos diferencia de
otros mamíferos es nuestra autoconciencia que podría considerarse un paso en
falso evolutivo, una trágica anomalía de la Historia. Nos volvimos demasiado
conscientes de nosotros mismos, de nuestras capacidades de manipular el
entorno, de controlar a otras personas y a otras especies. Somos, además, el
único animal que es consciente de su propia mortalidad.
Esta conciencia del “yo” mortal ha despertado lo que
el investigador Lonnie Aarssen llama la “ansiedad de autopermanencia”: vivimos
tratando de convencernos que nuestra efímera existencia no es absurda. Este
concepto recuerda lo dicho por Albert Camus en su famoso tratado filosófico de
1951, “El hombre rebelde”: “El hombre es la única criatura que se niega a ser
lo que es”, escribe. Y aunque Camus se refiere a ello en tono positivo pues el
hombre tiene la capacidad de rebelarse frente a lo intolerable, aquí yo hago
otra interpretación: el hombre no acepta lo que es—un animal—porque su
autoconciencia le ha hecho creer que es algo más, una creación divina, el
pináculo de la evolución, una raza cuya dominación se justifica. Esto ha
forjado en consecuencia un miedo crónico a la muerte que ha generado a su vez
una necesidad constante de trascender, de permanecer, de ser recordado pese a
la inevitabilidad de la partida.
En este sentido, la “civilización” no es una
casualidad histórica, sino una respuesta a la ansiedad de autopermanencia. El
narcisismo humano y el miedo a la intrascendencia han constituido los pistones
psicológicos del proceso civilizatorio: “dejar huella” es el objetivo último.
Eso es lo que nos impulsó a construir sociedades complejas y Estados, edificar
imperios, expandirnos por el planeta entero, viajar a la Luna y soñar con
colonizar Marte. Esto es lo que nos permite tener esa fe ciega en nuestra
tecnología e ingenio frente a los desafíos eco-sociales que tenernos por
delante. “La tecnología nos salvará”; “esta civilización es tan avanzada que no
puede colapsar”, dicen.
Como civilización global hemos conseguido dejar
huella gracias a nuestro “progreso”. Pero la gran paradoja es que el progreso
sólo se ha podido alcanzar mediante un consumo ascendente de recursos y
energía—que ha generado la degradación creciente de los diferentes subsistemas
y servicios del sistema-Tierra—y mediante el sometimiento de los pueblos, las
conquistas y la ordenación piramidal de las sociedades. El cambio climático, la
Sexta Extinción y el rebasamiento de muchos otros límites planetarios, así como
nuestra incapacidad de erradicar las desigualdades, la opresión, el racismo y
el machismo, son la cara sombría del progreso humano.
¿Qué le espera a la civilización humana? Es una
pregunta difícil de contestar con precisión. La ecología nos puede ayudar a
ofrecer una respuesta preliminar.
En todo ecosistema, la abundancia de
recursos—materia y energía—es lo que permite el crecimiento exponencial de las
especies y lo que permite que los organismos maximizadores ganen la carrera
frente a otros organismos menos “competitivos”. Pero siempre llega un momento
en el que se alcanzan los límites al crecimiento porque los recursos se agotan
más rápido de lo que se regeneran, creando escenarios de escasez. En estas
condiciones ya no serán las entidades maximizadoras quienes tengan ventajas
competitivas. Es decir, los vencedores no serán quienes crezcan más rápidamente
y consuman más recursos sino quienes logren multiplicarse a un ritmo menor y
necesitando menos recursos. Se podría decir que la competitividad se invierte:
aquellos que logren adaptarse mejor a la escasez serán los que tengan más
chances de sobrevivir.
Extrapolando esto a la humanidad, en escenarios de
escasez y de degradación planetaria como los que se vislumbran en el futuro, la
civilización—un constructo maximizador que sólo vive gracias al crecimiento
exponencial—no puede sostenerse eternamente. Una vez rebasados ciertos umbrales
que pongan límites al crecimiento civilizatorio, los que tendrán ventajas
comparativas serán las sociedades menos complejas que administren los recursos
de manera sostenible. De lo global (o de lo complejo) tendremos que transitar
hacia lo local (o lo simple).
Así como un virus muere cuando no encuentra
huéspedes biológicos en donde reproducirse, la civilización humana enfrenta la
amenaza del colapso porque no tiene otros territorios donde expandirse y
extraer recursos: hemos alcanzado los límites espaciales de la Tierra, un
planeta cuya biocapacidad también ha sido superada. Pero la gran diferencia que
tenemos con respecto a los virus es que nosotros sí podemos decidir cuando
parar. El colapso es entonces, también, una elección.
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