"La sociedad no es consciente de lo que se nos viene encima"
Siempre ha habido sequías, pero se están volviendo
más frecuentes y severas. En las últimas dos décadas, han afectado a 1.400
millones de personas en el mundo, y han aumentado en número y duración en casi
un 30% desde el año 2000. A ello se suma que, si bien África experimenta el
mayor aumento en la gravedad y frecuencia de este fenómeno, cada vez más están
afectando progresivamente a todos los continentes, desde Asia y el Pacífico
hasta Europa.
Se estima que para el año 2050 las sequías podrán
afectar a más de las tres cuartas partes de la población mundial, y 216
millones de personas podrían verse obligadas a emigrar. Si las cosas no
cambian, nos encaminamos a un mundo donde el agua dulce y el suelo rico y
productivo serán solo un sueño, y no para millones de personas, sino para miles
de millones de personas. Esto probablemente redundará en tensiones, hambruna y
enormes pérdidas económicas que, en este mundo globalmente conectado, nos
afectarán a todos y obstaculizarán el progreso hacia los Objetivos de
Desarrollo Sostenible, incluidos los de Hambre cero (Objetivo 2) y Agua limpia
y saneamiento (Objetivo 6).
Sin embargo, hay una esperanza. A diferencia de
muchos otros peligros, tanto naturales como inducidos por el hombre, las
sequías son sumamente predecibles y ocurren de manera lenta y cíclica. Esto
significa que podemos adelantarnos a ellas, algo que resulta crucial. No tienen
por qué convertirse en desastres.
La solución radica en el intercambio masivo de
conocimientos, la capacitación, la buena gobernanza y una financiación
suficiente. Todas las comunidades que sienten los efectos de la crisis del
cambio climático necesitan apoyo para adaptar sus técnicas agrícolas y de
gestión de la tierra, restaurar las tierras degradadas y desarrollar la
resiliencia para recuperarse.
A diferencia de muchos otros peligros, tanto
naturales como inducidos por el hombre, las sequías son sumamente predecibles y
ocurren de manera lenta y cíclica
Los bosques cumplen una función central en esto: la
deforestación y la degradación forestal amplifican las condiciones para que la
aridez se convierta en desastre y para que las inundaciones, los incendios
forestales y las tormentas de arena causen estragos a su paso. La restauración
de las masas verdes que han sido diezmadas en las últimas décadas reducirá
drásticamente el impacto de las sequías.
Se están haciendo enormes esfuerzos para proteger al
mundo de estos fenómenos y se están logrando avances; probablemente el más
impresionante sea la iniciativa de la Gran Muralla Verde en África. Para 2030,
esta medida tiene como objetivo restaurar 100 millones de hectáreas tan solo en
este continente, mientras que la Iniciativa de restauración de los espacios
forestales africanos (AFR100) apunta a un total de otros 100 millones de
hectáreas. Además, se prevén 200 millones de hectáreas adicionales a través de
la Agenda Panafricana para la Restauración de Ecosistemas. A través de la Acción
contra la Desertificación, la Organización de las Naciones Unidas para la
Alimentación y la Agricultura (FAO) ha desarrollado un innovador modelo a gran
escala y, desde 2014, el proyecto ha restaurado 70 000 hectáreas en 11 países.
Sin embargo, por alentadores que sean estos logros,
y al conmemorarse hoy el Día Mundial de Lucha contra la Desertificación y la
Sequía, debemos reconocer que apenas estamos aproximándonos al problema, cuando
en realidad necesitamos resolverlo con urgencia.
¿Por qué estamos en esta situación?
Lo que se necesita es una voluntad política
genuinamente dedicada a cumplir los compromisos como el que asumieron más de
140 países en la Conferencia de las Partes (COP) 26 en Glasgow el año pasado
para detener y revertir la pérdida de bosques y la degradación de la tierra
para 2030.
Los acuerdos y objetivos establecidos en los últimos
años no son jurídicamente vinculantes, lo que los convierte en algo que no es
mucho más que aire, a menos que los gobiernos los transformen en una prioridad.
Los gobiernos deben demostrar que encaran esto con seriedad, e implementen
sistemas y políticas para lograr los cambios que necesitamos en la escala
correspondiente. Deben asegurarse de que todas las partes interesadas se
involucren y, lo que es crucial, deben obtener la financiación necesaria para
que todo esto suceda.
Es una economía falaz no invertir lo suficiente en
este momento para hacer lo necesario a fin de cumplir los objetivos que nos
hemos fijado para 2030 y años posteriores. Entre 1998 y 2017, las sequías
provocaron pérdidas económicas globales que ascienden a aproximadamente 124.000
millones de dólares (119.000 millones de euros). Si el calentamiento global
alcanza los 3 grados Celsius para el año 2100, tal como se ha pronosticado, las
pérdidas causadas podrían ser cinco veces más altas de lo que son hoy.
Se prevé que la limitación del calentamiento global
a 1,5 grados Celsius, junto con la mejora en las prácticas de gestión del agua
y la regeneración de la tierra, reducirán sustancialmente la probabilidad de
que se produzcan acontecimientos de aridez extrema.
Es sabido que cada dólar estadounidense que se
invierte en la restauración de la tierra tiene el potencial de generar de siete
a 30 dólares, pero los gobiernos parecen tener dificultades para justificar la
inversión en prevenir más que en curar. La publicación insignia de la FAO del
mes pasado, El estado de los bosques del mundo, resaltó que la restauración es
una de las tres vías vitales para prevenir el deterioro ambiental, al tiempo
que aumenta la resiliencia y transforma las economías. Y además está en curso
el Decenio de las Naciones Unidas sobre la Restauración de los Ecosistemas.
La pandemia de covid-19 demostró de manera muy
dolorosa lo que sucede cuando no se invierte en prepararnos para los desastres
que sabemos que ocurrirán. Debemos considerar qué tipo de mundo queremos
dejarles a las generaciones futuras y actuar con determinación.
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