“La Tierra no es el centro del Universo”: Cuatro siglos desde la 'herejía' de Galileo
Hace 400 años, la Inquisición Romana censuró la
teoría copernicana que postulaba que la Tierra se movía alrededor del Sol. Fue
un acontecimiento clave que en buena medida separó Europa en dos realidades
diferentes, de manera análoga como había ocurrido un siglo antes con la reforma
protestante. El 24 de febrero de 1616, la Inquisición Romana aprobó dos
proposiciones que censuraban la teoría heliocéntrica desarrollada por Nicolás
Copérnico a mediados del siglo XVI. Negaban la centralidad del Sol
(implícitamente que la Tierra orbitaba alrededor de aquél) y calificaban esta
creencia como herética y absurda desde el punto de vista filosófico. Al día
siguiente amonestaron a Galileo Galilei, uno de los científicos más reputados
del continente, y le conminaron a abandonar el sistema copernicano. ¿Por qué se
llegó a este punto y qué significó realmente?
En 1543 Copérnico publicó, en su lecho de muerte De
Revolutionibus Orbium Coelestium o Sobre el movimiento de las esferas
celestiales, un texto muy técnico en el que se proponía que era la Tierra la
que se movía alrededor del Sol (en realidad alrededor de un punto muy cercano a
éste). Ello implicaba que las estrellas se encontraban increíblemente distantes
y modificaba el sistema cosmológico geocentrista que había imperado desde hacía
más de 2.000 años, basado en las teorías de Aristóteles.
Curiosamente, parte de la jerarquía católica recibió
la obra de manera positiva, quizás porque el nuevo sistema facilitaba el
cálculo de las posiciones del Sol, la Luna y los planetas, y representaba una
ventaja a la hora de determinar el momento de la Pascua, que ocurre después de
la primera Luna llena tras el paso del Sol por el equinoccio de primavera (el
inicio de la estación). Sin embargo, inicialmente figuras prominentes del
movimiento reformista mostraron un rechazo frontal a la rompedora visión del
cosmos. En cualquier caso, la teoría heliocéntrica quedó restringida a los
círculos académicos y su efecto fue bastante reducido.
Décadas después, y tras la invención del telescopio,
Galileo publicó una pequeña obra que estaría llamada a revolucionar el panorama
científico y filosófico: Sidereus Nuncius o Mensajero sideral. En él se
anunciaba el descubrimiento de montañas en la Luna y de numerosas estrellas no
visibles a simple vista, que conformaban ese camino de apariencia lechosa
llamado la Vía Láctea. Pero sobre todo anunciaba la existencia de cuatro
satélites que orbitaban alrededor de Júpiter, hecho que rompía una de las
premisas esenciales del geocentrismo: que todos los cuerpos celestes giraban
alrededor de nuestro planeta.
Para hacernos una idea del impacto que esta nueva
ventana tuvo, basta pensar en la reciente detección de las ondas gravitatorias,
que también nos abren una original puerta para analizar fenómenos invisibles
hasta este momento. Existe una diferencia esencial: mientras que éstas fueron
predichas de manera brillante por Albert Einstein, los nuevos fenómenos que
Galileo vio por primera vez fueron inesperados y rompieron de manera definitiva
con el pasado.
Johannes Kepler, otro de los grandes revolucionarios
científicos de inicios del siglo XVII reaccionó con un notable entusiasmo ante
estos descubrimientos: "Dadme las naves y adaptadme las velas al viento
celeste; habrá gente que no tendrá miedo ni siquiera de cara a aquella
inmensidad. Y para estos descendientes que ya dentro de muy poco se aventurarán
por estos caminos preparemos, oh Galileo, yo una astronomía lunar y tú una
joviana."
Así, Kepler y Galileo, a pesar de sus distintas
confesiones religiosos (uno protestante y el otro católico), encontraron un
terreno común: la verdad científica. Sin embargo, la sorpresa que recorrió
Europa a raíz de estos descubrimientos no estuvo exenta de polémicas y terminó
por provocar un encontronazo con la intelligentsia y la jerarquía eclesiástica.
Por ello la comisión de teólogos consultores de la Inquisición Romana censuró
la teoría heliocéntrica de Nicolás Copérnico y reafirmó la validez de la
inmovilidad de la Tierra.
En realidad, el proceso fue algo más complicado.
Comenzó el 19 de febrero con la propuesta de censura de una comisión de
expertos, entre los cuales no había ningún astrónomo. Continuó con una reunión
de la Congregación del Santo Oficio en la que se inició la amonestación a
Galileo por orden del Papa Paulo V, realizada al día siguiente por el Cardenal
Bellarmino (que también intervino en el proceso de Giordano Bruno, quien
terminó en la hoguera), cuando se le prescribió que abandonase la opinión de
que la Tierra se movía. El primero de marzo la Congregación del Índice prohibió
una serie de libros relacionados con el heliocentrismo y su validez desde un
punto de vista teológico, y se suspendió la obra de Copérnico hasta su
«corrección».
Recordemos que la teoría heliocéntrica y el modelo
matemático que la acompaña eran esenciales para calcular con precisión y sencillez
los movimientos planetarios, y estaba relacionada con la reforma del calendario
realizada en 1582, por lo que era extremadamente difícil prohibirla
completamente. El decreto se publicaría el 5 de marzo.
Soslayando la amonestación, Galileo continuó con su
lucha a favor del heliocentrismo con la publicación de Il saggiatore en 1623 y
Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo nueve años después. Experto
en la ironía, usaría su pluma de maneras despiadada contra sus oponentes y los
defensores del geocentrismo, granjeándose multitud de enemigos en diversos
estamentos. Este último ensayo le puso en colisión directa con la Inquisición a
pesar de que el texto había recibido su imprimatur o permiso de impresión. En
1633, tras un verdadero juicio en el que no se siguió el procedimiento legal de
la Inquisición y en el que fue amenazado con la tortura, fue obligado a abjurar
de sus creencias, tal y como refleja la obra teatral de Bertolt Brecht que se
representa estos días en el Centro Dramático Nacional de Madrid.
Gracias a influyentes amigos, sólo fue condenado a
arresto domiciliario en su casa de Florencia, de donde únicamente le sería
permitido salir en contadas ocasiones. Aunque Galileo no susurró mientras
abjuraba Eppur si muove («Y sin embargo se mueve»), el movimiento de la Tierra
se probaría experimentalmente en 1729 por James Bradley mediante un efecto
conocido como «aberración de la luz». Aún así, la obra heliocéntrica de
Copérnico permanecería en el índice romano de libros prohibidos, el infame Index
Librorum Prohibitorum et Expurgatorum, hasta el año 1835. A pesar de la
persecución, su lucha por la verdad continuó y cuatro años después publicó
Discurso y demostración matemática, en torno a dos nuevas ciencias, en el que
fundamentó la física mecánica y que fue coup de grâce que desarmó completamente
la visión aristotélica.
Así, el proceso inicial contra el heliocentrismo
abrió una brecha entre la jerarquía católica, que hasta ese momento había
estado profundamente implicada en la divulgación del conocimiento y el
desarrollo científico. Y de manera casi simultánea, en los países protestantes
se afianzó un modelo en el que la libre especulación y la difusión de la
enseñanza incluso a estamentos de la sociedad poco favorecidos eran esenciales,
fomentando así el desarrollo científico y económico, dos actividades
íntimamente ligadas. Una dicotomía norte-sur que aun hoy en día no ha sido
completamente cerrada.
Ahora honramos la libertad de pensamiento y de
búsqueda de la verdad, y la vida y obra de una ingente cantidad de científicos
e intelectuales que aún hoy en día pagan un precio extraordinario por defender
estos derechos. En Oriente Medio vemos con ya demasiada frecuencia la
eliminación del legado cultural que a todos pertenece mientras se acalla con métodos
bárbaros a aquél que osa a traspasar los límites de la ortodoxia. Pero sin
irnos lejos, en Occidente la ciencia y la cultura parece que se encorsetan, sin
dejar sitio a la libre especulación que nos depara sorpresas.
Precisamente en este centenario de la Teoría de la
Relatividad General de Einstein es posible preguntarse si una figura así, que
se desarrolló en la oscuridad de una oficina de patentes, podría aparecer en la
actualidad, dada la presión de la burocracia, que empuja hacia ciertas líneas del
conocimiento consideradas útiles, y la imperiosa exigencia de publicar en el
mundo académico. La discriminación por motivos de orientación sexual o genero
sigue siendo patente, con salarios menores para las mujeres o con carreras
científicas más difíciles. Mientras tanto, los ciudadanos nos asentamos en un
conformismo desolador: devoradores de tecnología consumista, sin verdaderamente
entender el cómo de las cosas, y mucho menos plantearnos el porqué. La actitud
crítica, sobre todo la que examina nuestras propias actitudes y creencias,
brilla por su ausencia.
Así que estas fechas son un momento para la
reflexión y para celebrar también el bienestar que este conocimiento nos
aporta: una sociedad que invierte en educación e investigación es una sociedad
que realmente cree en un futuro de ciudadanos libres que disfrutan de las
mismas oportunidades.
(*) David Barrado Navascués es investigador del
Departamento de Astrofísica del Centro de Astrobiología (CSIC-INTA).
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