El motivo por el que el parto es tan doloroso en las mujeres
Es asombroso comprobar lo fácil que le resulta parir a las hembras de mamíferos. Sin ginecólogos, sin matronos, sin paritorios, sin epidural y, aparentemente, sin apenas esfuerzo… Y todo ello en un tiempo récord y omitiendo los manifiestos signos de dolor que acompañan a los partos humanos.
Ante esta manifiesta desigualdad
caben dos posibilidades: o el umbral del dolor de nuestra especie es muy bajo o
nuestro parto es muy complicado.
Pues bien, las mujeres no tenemos
nada de flojas. Muy al contrario, rayamos a veces el heroísmo. La respuesta es
que el parto humano es uno de los procesos más peligrosos, arriesgados y
críticos por los que tiene que pasar nuestra especie e implica uno de los
dolores más intensos que existen en la naturaleza. Tanto es así que llegó a
poner en jaque la propia supervivencia de nuestro linaje evolutivo y casi
impidió que llegáramos a existir como especie.
La causa estriba en una
confrontación de intereses entre dos tendencias evolutivas y se remonta muy
atrás en nuestro linaje.
Primera circunstancia: nos
pusimos de pie
Analicemos cualquier hembra de
mamífero pariendo y centrémonos en cómo son las caderas de la madre. Su anchura
es, proporcionalmente al tamaño del animal, mucho mayor que la nuestra. Y no me
refiero a lo que llamamos, coloquialmente, “anchura de caderas” (es decir, la
distancia entre cadera izquierda y derecha) sino a la anchura ventro-dorsal,
esto es, a la distancia desde el pubis al sacro. En los humanos, este segmento
es sustancialmente más reducido y la causa hay que buscarla en esos antecesores
que se pusieron, por primera vez, en pie.
El paso de la cuadrupedia a la
bipedestación supuso ventajas espectaculares. La liberación de las extremidades
anteriores, junto con la aparición del pulgar oponible, posibilitaron la
manipulación directa del entorno (con sus revolucionarias implicaciones
biológicas y culturales). Además, la elevación en altura amplió el campo
visual, aumentando exponencialmente las posibilidades de detectar peligrosos
depredadores y potenciales presas.
Ambas circunstancias
multiplicaron la eficacia biológica de nuestros ancestros y toda novedad
evolutiva que contribuyese a estabilizar una posición erguida sería
seleccionada positivamente. Así se reorientó nuestra cadera: los ileones se
hicieron más dorsales (abandonando la posición lateral característica de los
cuadrúpedos) y los isquiones se acortaron sustancialmente.
Todo ello contribuyó, tanto a
mantener mejor el peso que se le vino encima a la cadera, como a desplazar el
centro de gravedad y procurar estabilidad a una bipedestación mucho más
inestable que la equilibrada marcha a cuatro patas.
Segunda circunstancia: nos hicimos
cabezones
Hay un segundo elemento que entra
en escena: la progresiva encefalización de nuestro linaje evolutivo. No hay
“invento” natural más ventajoso que nuestro cerebro. Sus hemisferios
telencefálicos son capaces de generar artificialmente todas las herramientas y
ventajas adaptativas del resto de especies juntas.
Es evidente que la selección
natural favoreció en los homínidos todo lo que supusiese un aumento de la
encefalización.
El resultado del choque de
tendencias evolutivas
Analicemos esta conflictiva
situación. Se superponen dos tendencias evolutivas con consecuencias
anatómicamente enfrentadas: cráneos cada vez más grandes pasando a través de
pelvis cada vez más estrechas. Es lo que Washburn denominó dilema obstétrico
(pero sustituyendo el “ser o no ser” de Hamlett, por “más listos o más
derechos”).
Resultado: mientras nuestros
parientes simios tienen espacio suficiente para atravesar el canal del parto
holgadamente, los bebés humanos pasan por una circunstancia realmente
conflictiva para nacer.
Vista posterior del cráneo del neonato en el
canal de parto. Anatomía comparada entre Pan troglodytes (izquierda) y Homo
sapiens (derecha). Entre la pelvis de la hembra de chimpancé y el cráneo del
neonato, en el plano correspondiente a su distancia interparietal mayor, queda
espacio libre (en negro). A la derecha vemos el encaje de máximo ajuste entre
la pelvis de la madre y la cabeza del niño en el canal del parto. CC BY-SA
La imagen indica cómo la
viabilidad del proceso de expulsión de la cría de chimpancé no estaría afectada
por limitaciones estructurales relevantes. Por el contrario, en la imagen de la
derecha, el encaje es ajustadísimo. Los 9-10 centímetros que, de media, tiene
la distancia biparietal del cráneo de un neonato tiene que pasar por un canal
óseo de unos 10-13 cm, promedio del canal de parto de una mujer.
Los huesos, además, están
rodeados de partes blandas, lo que reduce al mínimo la holgura del espacio
disponible.
Afortunadamente, el pequeño
cráneo no está fusionado completamente aún. La existencia de las fontanelas
permite su deformación, favoreciendo el tortuoso paso a través del canal del
parto.
Pero a pesar de la secreción
placentaria de relaxina (que ablanda la sínfisis del pubis y otros ligamentos
de la cadera por regulación de la deposición de colágeno), la situación es,
pues, mucho más traumática en nuestra especie que en la de nuestros parientes
simios.
¿Cómo afecta todo ello al dolor?
El dolor del parto tiene doble
procedencia. Por una parte, la cabeza del neonato presiona la musculatura del
útero materno, produciendo un proceso isquémico (falta de oxígeno) que duele
(como duelen las anginas de pecho, donde la isquemia afecta al músculo
cardíaco).
A este dolor se le une el
generado por las distensiones del peritoneo visceral y el suelo pélvico, mucho
más desarrollado en Homo sapiens. En cuadrupedia, la gravedad presiona las
vísceras contra la panza. Al ponernos de pie, el paquete visceral se desplaza
hacia la zona pélvica y aquí fue donde se produjo el refuerzo muscular.
A pesar de no poder cuantificar
objetivamente este dolor en las diferentes especies de mamífero por razones
obvias, sí que es razonable establecer una correlación entre la intensidad del
dolor y la fuerza de las presiones intervinientes en el proceso. A mayor encajamiento,
mayor dificultad de paso, mayor presión y, consecuentemente, mayor debe ser el
dolor.
En nuestra especie, el encaje es
casi absoluto y la presión, máxima. Rosenberg y Trevathan afirman que muchos de
los problemas obstétricos de Homo sapiens se deben a la combinación de una
pelvis más estrecha y una cabeza más grande que en otras especies. De hecho,
entre las causas más frecuentes de no progresión de parto estaría la
desproporción pélvico-fetal, tanto absoluta como relativa.
Aunque nuestro avance cultural
haya desarrollado la práctica de cesáreas que impiden “reventar de dolor” (casi
literalmente), está más que justificada la absoluta envidia con la que
contemplamos a nuestras “primas peludas” alumbrando a sus monerías de
criaturas.
A. Victoria de Andrés Fernández,
Profesora Titular en el Departamento de Biología Animal, Universidad de Málaga
.
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