La próxima pandemia afectará a los cultivos, no a las personas
La uniformidad
genética es fundamental para la agricultura moderna, pero nos hace vulnerables
a nuevas plagas vegetales de gran capacidad destructora. Incorporar la
biodiversidad a la agricultura a gran escala podría servir para prevenir estas
crisis.
A decir verdad,
nadie sabe cómo llegó el hongo Bipolaris maydis a los maizales de Estados
Unidos, pero en el verano de 1970 arrasó los cultivos, provocando una
enfermedad conocida como tizón meridional de la hoja del maíz, que hace que los
tallos se marchiten y mueran. Primero afectó al sur del país, y luego la
enfermedad se extendió por Tennessee y Kentucky antes de llegar a Illinois,
Misuri y Iowa, el corazón de la región agrícola conocida como «Cinturón del
maíz».
Fue una
devastación sin precedentes. La cosecha de maíz de 1970 se redujo en cerca de
un 15% del total. En conjunto, los agricultores perdieron casi dieciocho
millones de toneladas métricas de maíz que iban destinadas al ganado y al
consumo humano, con un coste económico de mil millones de dólares. Se perdieron
más calorías que durante la Gran Hambruna que asoló Irlanda en la década de
1840, cuando una plaga diezmó los patatales.
En realidad, el
problema del tizón del maíz comenzó años antes del brote de 1970, durante la
década de 1930, cuando los científicos desarrollaron una cepa de maíz con una
peculiaridad genética que facilitaba la producción de semillas a gran escala. A
los agricultores, por su parte, les gustaba su alto rendimiento. En la década
de 1970, esa variedad constituía la base genética de hasta el 90% del maíz
cultivado en todo el país, frente a las miles de variedades que se habían
cultivado hasta entonces.
Esa cepa de maíz,
conocida como cms-T, resultó ser muy susceptible al tizón meridional de la hoja
del maíz. Por eso, cuando una primavera inusualmente cálida y húmeda favoreció
el desarrollo de este hongo, se encontró con una sobreabundancia de maizales a
su merced.
Los científicos
de entonces confiaban en que se hubiese aprendido la lección.
«Nunca más una de
las principales especies cultivadas deberá ser manipulada para volverse tan
uniforme como para resultar universalmente vulnerable al ataque de un
patógeno», escribió el fitopatólogo Arnold John Ullstrup en un artículo sobre esta
cuestión publicado en 1972.
No obstante, hoy
en día la uniformidad genética es una de las principales características de la
mayoría de los sistemas agrícolas a gran escala, lo que lleva a algunos
científicos a advertir que se dan las condiciones necesarias para que se
produzcan nuevas plagas de gran capacidad destructora.
«Creo que se dan
todas las condiciones necesarias para que se produzca una pandemia en los
sistemas agrícolas», afirma el agrónomo Miguel Altieri, profesor emérito de la
Universidad de California, Berkeley. El hambre y las dificultades económicas
serían la consecuencia más probable.
Las alteraciones
en los patrones meteorológicos amenazan con desbarajustar la distribución de
los patógenos y ponerlos en contacto con nuevas especies vegetales, lo que
podría agravar las plagas que afectan a los cultivos, según Brajesh Singh,
experto en edafología de la Universidad de Western Sydney, Australia.
Incorporar la
biodiversidad a la agricultura a gran escala podría servir para prevenir estas
crisis. Aquí y allá, hay agricultores que están dando pasos en esta dirección,
pero ¿se harán esos esfuerzos extensibles a toda la agricultura? ¿Y qué pasará
si no es así?
Según un informe
de 2019 de la Plataforma Intergubernamental Científico-normativa sobre
Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas, las explotaciones
agrícolas cubren cerca del 40% de la superficie cultivable del planeta. Casi el
50% de esos sistemas se compone de tan solo cuatro cultivos —trigo, maíz, arroz
y soja—, y las plagas son algo habitual. A nivel mundial, cada año se pierden
alimentos por valor de 30.000 millones de dólares a causa de los fitopatógenos.
No siempre ha
sido así. En los albores del siglo XX en Estados Unidos, por ejemplo, los
alimentos no los producían máquinas, sino personas, y más del 40% de la mano de
obra estadounidense trabajaba en multitud de pequeñas explotaciones agrícolas
donde se cultivaba una amplia variedad de cultivos. Según la historiadora
Lizzie Collingham, autora del libro Taste of War: World War II and the Battle
for Food (El sabor de la guerra: la Segunda Guerra Mundial y la lucha por los
alimentos), el Imperio Británico sentó las bases del cambio hacia el actual
sistema alimentario industrializado.
A principios del
siglo XX, el Imperio Británico había llegado a la conclusión de que podía
«tratar todo el planeta como una fuente de recursos para su población», afirma
Collingham. Se importaba cacao de África Occidental, carne de Argentina y
azúcar del Caribe, por ejemplo. De repente, los alimentos no eran algo que se
compraba a los agricultores locales, sino una mercancía global, sujeta a la
economía de escala.
Según Collingham,
Estados Unidos hizo suya esta idea y la desarrolló. Primero llegó el New Deal:
el plan del Presidente Roosevelt para sacar al país de la Gran Depresión pasaba
por elevar el nivel de vida de los agricultores, algo que, en parte, se
conseguía llevando la electricidad a la vida rural. En 1933, las explotaciones
agropecuarias estadounidenses se caracterizaban por los excusados exteriores,
el hielo como forma de preservar los alimentos y la total ausencia de alumbrado
público. En 1945 todo eso había cambiado.
Una vez
conectados a la red eléctrica, los granjeros podían comprar equipos como
neveras eléctricas para conservar la leche y trituradoras de pienso, lo que les
permitía ampliar sus explotaciones, pero estos adelantos resultaban caros, por
lo que sólo podían permitírselos si expandían el negocio. «Todo cobra sentido
si lo racionalizas con vistas a la economía de escala y transformas tu granja
en una fábrica», explica Collingham.
Entonces estalló
la Segunda Guerra Mundial y gran parte de la mano de obra agrícola tuvo que
partir hacia el frente. El gobierno tenía un ejército al que alimentar y una
población general a la que contentar, por lo que no podía poner freno al
suministro de alimentos. Las máquinas fueron la solución: la guerra consolidó
el cambio de los humanos a los tractores, y las máquinas funcionan mejor cuando
realizan una sola tarea, como cosechar un solo cultivo, hectárea tras hectárea.
Los monocultivos
pueden ser muy eficientes mientras no se vean afectados por plagas, y fue en
buena medida esa eficiencia la que sostuvo a Estados Unidos durante la guerra.
De hecho, el sistema funcionó tan bien que «los soldados que hacían la
instrucción militar en Estados Unidos engordaban —afirma Collingham—. Muchos de
ellos nunca habían comido tan bien en su vida».
Las granjas a
pequeña escala en las que se cultivaban distintos cereales no tardaron en pasar
a la historia en el Medio Oeste estadounidense. No es que hubiese un plan
premeditado para abolir esta práctica, sino sencillamente que «para muchas
personas se había vuelto obsoleta», en palabras del agrónomo Matt Liebman,
profesor recientemente jubilado de la Universidad Estatal de Iowa.
Podría pensarse
que la idea de que la biodiversidad protege la salud de las plantas es nueva,
puesto que no hace tanto que la agricultura biodiversa dejó de ser una práctica
común. Pero, en realidad, científicos y agricultores conocen esa interconexión
desde hace siglos o desde hace incluso más tiempo, según la bióloga evolutiva
Amanda Gibson, de la Universidad de Virginia.
El concepto
básico es muy sencillo: los patógenos más habituales sólo pueden infectar
determinadas especies de plantas. Cuando uno de esos patógenos se topa con una
especie resistente, ésta pone freno a su expansión. El patógeno no puede
reproducirse, queda neutralizado y las plantas cercanas se salvan.
Además, las
plantas resistentes a las plagas pueden alterar el flujo del aire, de tal
manera que se mantienen secas y sanas, creando así barreras físicas que impiden
la propagación de los patógenos. Sobre todo si son altas, las plantas
resistentes pueden funcionar como vallas que los patógenos deben saltar para
extenderse. «Alguien hizo un buen experimento tomando tallos de maíz muertos y
dejándolos caer en un campo de judías», afirma el fitopatólogo Gregory Gilbert,
de la Universidad de California, Santa Cruz. «Y eso también funciona, porque
impide que las cosas se muevan de aquí para allá».
En la naturaleza,
esta dinámica entre plantas y patógenos puede formar parte de ecosistemas
sanos. Los patógenos se propagan con facilidad entre variedades de la misma
especie, acabando con las plantas que están demasiado cerca de sus parientes y
asegurando que los entornos tengan un grado saludable de biodiversidad. A
medida que se restablece el «distanciamiento social» entre huéspedes susceptibles,
la plaga desaparece.
En los
monocultivos no hay frenos ni vallas naturales que detengan la propagación de
los patógenos. Así, cuando una plaga se instala en un campo de cultivo, lo más
probable es que lo arrase por completo. «Favorecemos su expansión en vez de su
eliminación», afirma Altieri.
Las nuevas
tecnologías han venido a ratificar estas viejas nociones: a lo largo de la
última década, los científicos han podido aislar una amplia gama de microbios
que se desarrollan en un nicho muy concreto —como una mazorca de maíz o un
tallo de trigo— y usar la secuenciación genética para crear una especie de censo
de todo lo que vive allí.
Los resultados
han sido inquietantes, pero no siempre inesperados. Carolyn Malmstrom, ecóloga
de plantas y microbios de la Universidad Estatal de Michigan, y sus colegas
descubrieron en un estudio que las plantas de las tierras cultivadas son
portadoras de una variedad de virus mucho mayor que las plantas de los
denominados «puntos calientes de biodiversidad» adyacentes.
A la inversa, más
tarde comprobaron que algunos campos de cebada y trigo estaban prácticamente
desprovistos de virus, pero eso también podría ser una señal de problemas
venideros. Los pesticidas mantienen a raya los virus, «por lo que podríamos
pensar que nuestros cultivos están a salvo», explica Malmstrom. Pero no todos
los microbios son nocivos.
«Al mantener
nuestros sistemas de cultivos libres de virus, es posible que los estemos
privando de microbios beneficiosos que conforman la riqueza de la
biodiversidad», añade
Cuanto mayor es
la explotación agrícola, más graves son las plagas, por lo menos en el caso de
un patógeno conocido como «mosaico severo de la patata», que provoca un bajo
rendimiento de este tubérculo. Cuando los investigadores analizaron la cantidad
de tierra dedicada al monocultivo que rodeaba una planta de patata, comprobaron
que la prevalencia del patógeno aumentaba proporcionalmente al porcentaje de
superficie circundante cubierta por esa tierra. En cambio, los campos y bosques
no gestionados, que contienen mezclas de plantas silvestres, parecen tener un
efecto protector frente a ese patógeno.
En los entornos
naturales, el aumento de la biodiversidad reduce el número de especies virales
presentes. Sin embargo, favorecer la biodiversidad en las lindes de los campos
de cultivo no parece tener el mismo efecto, según la ecóloga vegetal Hanna Susi,
de la Universidad de Helsinki.
Según un estudio
del que es coautora, los fertilizantes y otras sustancias químicas que se
filtran desde los cultivos podrían afectar la sensibilidad a las infecciones de
las plantas cercanas. Los microbios beneficiosos que se encuentran en las
plantas silvestres pueden impedir que muchos de estos virus causen
enfermedades, pero si los mismos virus contaminan cultivos que carecen de esa
protección, «no sabemos qué podría pasar», afirmó. Los agricultores podrían
enfrentarse a nuevos tipos de plagas.
En su finca en el
estado colombiano de Antioquia, Altieri mezcla numerosos cultivos —maíz con
calabaza, piña con legumbres— y sostiene: «No tenemos las plagas que afectan
las explotaciones de nuestros vecinos, que practican el monocultivo».
Los resultados de
los recientes experimentos de secuenciación genética le resultan familiares
porque los agricultores tradicionales latinoamericanos llevan mucho tiempo
valiéndose de la biodiversidad para proteger sus cultivos. «Esos estudios son
una buena contribución a la investigación ecológica —afirma—. Pero, en el
fondo, no han hecho sino reinventar la rueda.»
Sin embargo, esta
vieja rueda tiene que superar una nueva cuesta. El cambio climático está
redistribuyendo los patógenos, lo que hace que entren en contacto con nuevos
cultivos, y cambiando los patrones climáticos de tal forma que favorece el
desarrollo de plagas.
Liebman ya ha
visto los efectos del cambio climático de primera mano en Iowa, donde se está
registrando una mayor incidencia de la «mancha de alquitrán», una infección que
marchita las hojas de las plantas de maíz. «Tenemos noches más cálidas y días
más húmedos», explica. El patógeno de la mancha de alquitrán está encantado con
este nuevo clima.
Según Singh, es
difícil predecir con exactitud en qué medida aumentará el cambio climático las
plagas de los cultivos, pero podemos extraer varias conclusiones generales.
Es probable que
el aumento de las temperaturas favorezca a determinados patógenos que causan
enfermedades en los principales cultivos. Por ejemplo, es probable que el hongo
Fusarium culmorum, que afecta al trigo, se vea reemplazado por su pariente
Fusarium graminearum, más agresivo y tolerante al calor. Esto puede suponer una
mala noticia para los países nórdicos, cuyos cultivos de trigo podrían verse
afectados.
Del mismo modo,
es probable que el aumento de las temperaturas haga retroceder a otros
patógenos. Un hongo que infecta la planta conocida como reina de los prados,
por ejemplo, ha empezado a desaparecer en las islas frente a la costa sueca. En
términos generales, sin embargo, Singh cree que las regiones actualmente frías
o templadas notarán un aumento de las plagas de los cultivos a medida que la temperatura
media vaya subiendo.
En el caso de las
regiones que ya tienen un clima cálido, los problemas podrían venir de la mano
de una mayor humedad ambiente. Así, algunas zonas de África y América del Sur
se cuentan entre las que probablemente sufrirán una mayor incidencia de los
patógenos pseudofúngicos del género Phytophthora. La inseguridad alimentaria ya
es prevalente en algunas de estas zonas, y si no se hace nada por detener la propagación
de estas plagas, es probable que vaya a más. «Necesitamos mucha más información
—sostiene Singh—, pero coincido en que ése es uno de los escenarios posibles».
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