La materia oscura… no es oscura
Algunas partículas sirven como bloques de construcción, pero hay otras, como el neutrino, que son principalmente partículas del fin de los tiempos. No, no me refiero al apocalipsis cristiano: quiero decir que son, de manera literal, un producto de desintegración común en el universo. De hecho, Wolfgang Pauli planteó la hipótesis de la existencia de los neutrinos en 1931 porque las cuentas de determinadas desintegraciones radioactivas no cuadraban, y una buena manera de justificar la energía faltante era suponer que la responsable de llevársela fuese una partícula que todavía no había sido detectada. Poco después de la propuesta de Pauli, Enrico Fermi desarrolló una teoría de la desintegración radioactiva que contemplaba estas partículas, y les dio el nombre de “neutrinos”, que en italiano significa “pequeño neutrón”. Casi treinta años después de aquella primera hipótesis, Clyde L. Cowan y Frederick Reines los observaron por primera vez en lo que se conoce como el experimento del neutrino de Cowan y Reines, realizado en el reactor nuclear de Savannah River (Carolina del Sur). Los experimentos probaron la teoría de que, cuando un antineutrino como los que se generaban en un reactor nuclear interaccionaba con un protón, la reacción daba lugar a un neutrón y un positrón. El positrón, la antipartícula del electrón, entraba a continuación en contacto con este y se destruía, proceso en el que emitía dos partículas de luz de alta energía: rayos gamma. Los experimentos que llevaron a cabo en Savannah River sirvieron para detectar estos rayos gamma y los neutrones resultantes. La combinación única de dos rayos gamma y un neutrón dejaba claro que el reactor había producido un antineutrino y, de este modo, había puesto en marcha toda la secuencia de acontecimientos.
Además de difíciles de detectar, los neutrinos son
algo fabuloso. No tienen carga, pero cada tipo se asocia a una pareja leptónica
cargada. Esto significa que se presentan en tres sabores: el neutrino
electrónico, el neutrino muónico y el neutrino tauónico. Tardamos casi
cincuenta años en averiguar que los neutrinos tenían masa. Yo estaba en el
último curso del instituto cuando se hizo pública la revelación. Dado que su
masa es tan pequeña, son perpetuamente lo que llamamos “partículas
relativistas”. Pueden desplazarse a velocidades próximas al límite universal
—la velocidad de la luz—, por lo que son muy eficaces a la hora de llevarse la
energía de, por ejemplo, un escenario de desintegración nuclear. Es esta
característica la que hace que los neutrinos posean un tremendo interés no solo
desde el punto de vista de la física de partículas, sino de la astrofísica. Uno
de los lugares en los que se generan neutrinos son las estrellas, que los producen
en grandes cantidades cuando estallan; un fenómeno conocido como supernova. De
ahí que recurramos a los neutrinos, así como a los fotones —partículas de luz—
y a las ondulaciones en el espacio-tiempo —las ondas gravitatorias—, para
estudiar el universo. Seguimos sin estar seguros de cuál es la masa del
neutrino y tampoco sabemos explicar por qué su masa es extremadamente pequeña,
pero aun así mayor que cero. Todo nuestro conocimiento de la física nos lleva a
esperar que la masa sea o bien cero, o bien algo de tamaño considerable, así
que por un tiempo, como no sabíamos nada de su masa ni si poseían masa alguna,
creímos que los neutrinos eran algo llamado materia oscura. Hace apenas una
década, más o menos, que tenemos la certeza de que no son lo bastante pesados,
y esto nos deja una incógnita sobre la mesa: ¿qué diantres es la materia
oscura?
Empecemos por aquí: la materia oscura no tiene por
qué ser real. El término lo acuñó en 1906 Henri Poincaré, que la bautizó como
matière obscure. Veintidós años antes, en 1884, el astrónomo inglés lord Kelvin
había planteado la teoría de que “muchas de nuestras estrellas, puede que la
inmensa mayoría, sean cuerpos oscuros”. En la década de 1920, los astrónomos
holandeses Jacobus Kapteyn y Jan Oort postularon también la presencia de algo
parecido a la matière obscure a partir de sus observaciones de las estrellas de
la Vía Láctea y otras vecinas galácticas. En 1933, el astrofísico suizo Fritz
Zwicky afirmó que había pruebas de lo que denominó en alemán dunkle Materie,
basándose esta vez en las observaciones de los cúmulos estelares. Más pruebas
llegaron de la mano del astrónomo estadounidense Horace Babcock en 1939, y a
esas alturas el nombre “materia oscura” había calado ya; pese a que no tenía
sentido, porque el problema no era que fuese oscura, sino más bien que era
imperceptible, invisible.
La distinción es relevante si tenemos en cuenta la
primera prueba verdaderamente significativa de la existencia de la matière
obscure, que llegó en las décadas de 1960 y 1970 gracias en gran parte al uso
creativo que hizo Vera Rubin de un espectrógrafo nuevo desarrollado por Kent
Ford. Este espectrógrafo descompone la luz en colores distintos, y la doctora
Rubin fue la primera científica que cayó en la cuenta de que podía usarse para
medir la velocidad de estrellas galácticas con una exactitud sin precedentes.
Los resultados mostraron que existía un desajuste notable entre la rapidez con
la que las estrellas deberían rotar en torno al centro de la galaxia (si las
estrellas fuesen la única materia en la galaxia) y la rapidez a la que en
efecto se movían. Si toda la masa de una galaxia está contenida en estrellas y
polvo, entonces, observando cuánta radiación recogemos de ambos, podemos
calcular el tamaño de dicha galaxia. Hay una bonita ecuación física que nos da
la correlación entre la luminosidad —el brillo— y la masa; y otra que nos da la
relación entre la masa de una galaxia y la velocidad con la que orbitan
alrededor de su centro las estrellas. Se trata de una de las leyes de Newton, y
se enseña en el instituto. Pero en el caso de las galaxias topamos con un
problema. La masa que resulta de todas las estrellas juntas, a partir de sus
velocidades orbitales, no encaja con la masa calculada a partir de las medidas
de luminosidad. La velocidad orbital indica que debería haber una masa mucho
mayor.
Esto indica, a su vez, que falta una cantidad enorme
de materia; o, dicho de otro modo, la existencia de una materia invisible. Hay
otras posibles soluciones, como que nuestra teoría de la gravedad no sea
correcta (entraré en ello más adelante), pero por el momento me centraré en la idea,
más popular, de que necesitamos saber dónde está esa materia que falta, porque
de otro modo nuestras dos series de datos, cuidadosamente recopilados, no
concuerdan. Observando los movimientos en las galaxias fue como los científicos
comprendieron por primera vez que el problema de la materia faltante era un
verdadero y gran problema. Pero no fue el único indicio, y existen hoy en día
varias discrepancias que no se pueden explicar introduciendo en la ecuación la
“materia oscura”.
La materia oscura es, en esencia, un recordatorio de
la cantidad de cosas que no sabemos del universo. El modelo estándar de la
física de partículas no puede darle sentido a todo. Gracias a toda una serie de
medidas astronómicas, creemos —es decir, la mayoría de cosmólogos y de físicos
de partículas creemos— que el 80 por ciento de la materia que hay en el
universo es lo que ha dado en llamarse materia oscura. Nuestra concepción
actual del universo apunta a que los constituyentes de todo lo que hemos visto
hasta ahora —la materia misma de la que estamos compuestos— representa solo
alrededor del 20 por ciento del total del universo. El resto es materia oscura.
Y si, como nos enseñó Einstein, ampliamos nuestra definición de materia para
incluir en ella la energía, el desglose es aún más desolador: el 5 por ciento
sería materia contemplada en el modelo estándar; el 25 por ciento, materia
oscura (sea lo que sea esta); y el 70 por ciento, energía oscura. Resulta que
el modelo estándar no lo es todo, a fin de cuentas. De hecho, puede que solo
explique el 5 por ciento del contenido de materia-energía del universo. En
otras palabras: los bariones, el modelo estándar, la materia cotidiana…,
¿nosotros? Somos rarísimos, una completa anormalidad. Y no me refiero únicamente
a los físicos, me refiero a todos nosotros, incluidas las secuoyas, nuestro
planeta, nuestro sistema solar entero. El espacio está en su mayor parte vacío,
y las partes que no lo están parecen prácticamente llenas de un tipo de materia
invisible para nosotros. No hemos averiguado todavía si hay algún modo de que
nuestros instrumentos científicos se aproximen a ella; no sabemos si se trata
de una clase de partícula o si hay más de mil. (...) Lo único que sabemos es
que esa materia invisible es la responsable de mantener unidas nuestras
galaxias, y que tiene un papel fundamental en la formación de la materia que sí
podemos ver.
La pregunta más obvia que se podría hacer aquí es
sencillamente por qué el modelo estándar no incluye una partícula de materia
oscura. La respuesta: la estructura del modelo estándar no es decisión nuestra.
Estamos sometidos a los límites de las estructuras matemáticas de nuestras
teorías y de los datos experimentales. El problema con la materia oscura es que
no la hemos visto jamás, y en el modelo estándar, construido en torno a lo que
hemos observado, no hay lugar para algo así. Además, su mal nombre,
literalmente, no ayuda con las relaciones públicas. Deberíamos llamarla más
bien “materia invisible”, “materia transparente” o “materia clara”. Yo voto por
materia invisible o transparente, porque lo de materia clara me recuerda una
racha particularmente mala en la gestión de producto de Pepsi (para los
milenials y las siguientes generaciones, baste decir que la Crystal Pepsi,
también comercializada como Pepsi Clear, llegó con una campaña de marketing
monstruosa —incluido un cacareado anuncio en la SuperBowl— que terminó en
desastre tanto para Pepsi como para un apreciado tema de Van Halen).
Por descontado, lo primero que se planteó fue si
sería posible una explicación usando las partículas del modelo estándar, y
durante mucho tiempo, de hecho hasta hace muy poco, los neutrinos fueron firmes
candidatos. Los neutrinos no son del todo invisibles: establecen cierta
interacción con las fuerzas electromagnéticas y, en consecuencia, emiten luz;
pero la interacción es tan pequeña que resultan prácticamente imperceptibles.
Sin embargo, lo que he aprendido sobre los neutrinos a lo largo de la última
década demuestra que no pueden representar de ninguna de las maneras el grueso
de la materia invisible que buscamos, por la sencilla razón de que no tienen
masa suficiente. Para responder debidamente de toda esa materia que falta, cada
neutrino necesitaría contar con una masa cientos o incluso miles de veces mayor
de la que tiene. En la actualidad, se considera que las investigaciones en
torno a la materia oscura van “más allá de la física del modelo estándar”. Se
da por hecho que esta materia invisible está formada por una partícula que no
hemos observado todavía. Es, de nuevo, uno de esos problemas determinantes para
un físico: puedes acabar sumergiéndote hasta tal punto que le dediques tu vida
entera.
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