El emperador Tiberio guardó fósiles de dinosaurios
A oídos del emperador Tiberio llegaron noticias de
un descubrimiento desconcertante: unos huesos de tamaño descomunal habían
surgido de entre las profundas grietas que se habían abierto en la tierra a
causa de una serie de terremotos que sacudieron al Imperio romano a principios
del siglo I a.C. Algunos pensaron que se podía tratar de los restos de los
antiguos gigantes que habían habitado la tierra mucho antes que los mortales,
según los mitos griegos. Pero el princeps quiso comprobarlo con sus propios ojos
y ordenó que le enviasen una muestra a su palacio.
Flegón de Trales, un autor griego de la corte del
emperador Adriano, cuenta en sus Memorabilia —cosas maravillosas— que a Roma
llegó una embarcación que transportaba un diente de más de treinta centímetros
de largo que habría pertenecido a una criatura gigantesca. Si bien se negó a
que le mostrasen más restos, Tiberio, picado por la curiosidad, pidió a un
geómetra llamado Pulcro que calculara el tamaño del misterioso ser a partir de
las dimensiones de la pieza dental. El resultado fue una cabeza de más de tres
metros de altura que poco tiempo después sería desmantelada.
Los romanos no lo sabían, pero seguramente ese
desconcertante hallazgo fue el diente fósil de un dinosaurio. Este es solo uno
de los casos que las fuentes clásicas recogen sobre descubrimientos
paleontológicos. Hacia el año 58 a.C., el político Marco Emilio Escauro condujo
en barco desde Judea hasta la Urbs una columna vertebral de más de doce metros
de largo con costillas de casi tres. Plinio el Viejo explicó que los restos
—quizá de una ballena— se expusieron en la ciudad y se atribuyeron a Ceto, el
dragón marino que iba a devorar a Andrómeda justo antes de ser rescatada por
Perseo.
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